domingo, 21 de octubre de 2018

Mi camino con Jesus



Mí querida amiga y hermana:


Si seré capaz de balbucir:

Mi querida amiga y hermana

Me pides que comparta contigo mi experiencia de Jesús resucitado.
No me resulta sencillo, pero, por ser tú, he decidido sentarme un rato y tratar de poner palabras lo que hay, desde hace tiempo, dentro de mí.
Tendrás que tener un poco de paciencia ante mi torpeza para expresarme, y vas a tener, también, que saber leer entre líneas lo que apenas si seré capaz de balbucir:
¿Cómo tener dentro los mismos sentimientos de Cristo? Siempre he sido una persona con una honda llamada al encuentro con Dios, a la oración. Paso a paso, año a año he ido adentrándome en ese misterio, llevada por el Amor. Pero mis deseos mis sentimientos, mis “amores” …, iban por otro sitio, era como si mi vida de fe, mi encuentro con Jesús, no penetrara en mi humanidad y me sentía dividida. ¿Tal vez no me había encontrado nunca de verdad con él? ¿Era todo fruto de mi deseo, de mi necesidad de triunfo en todo aquello que emprendo? Oía a otras personas compartir su experiencia de fe, como su amor nacía de lo más hondo, de la realidad viva del Amor de Dios en ellas, como sus deseos se iban, poco a poco conformando con los deseos de Jesús y el Evangelio se hacia su camino de vida desde dentro, no a fuerza de puños solamente.

¡Yo también experimentaba el amor de Dios y la llamada a amar como el ama! Pero sentía, también, que mi profundidad no iba de la mano con mi realidad humana, que había en mi una dicotomía insalvable y no estaba en mí (lo había intentado muchas veces) la posibilidad de armonizar las dos realidades.

Lo que te voy a contar ahora es un momento puntual, un mes de ejercicios, pero detrás hay muchos momentos de búsqueda, muchas revelaciones de Jesús, muchos intentos a pulso y también bastantes reconocimientos de mi impotencia que, por pura gracia, se convertían en abandono confiado en las manos de Dios.

A lo largo del mes de ejercicios yo había ido experimentando una llamada de Dios a la desapropiación, a despojarme de todo: mis seguridades, mis imágenes, mis miedos, mis momentos de lucha conmigo misma cuando no era capaz de estar con él, de un encuentro tal y como yo creía que debía ser, mis… Tenía que dejarlo todo, porque todo me ataba a mi misma, a mis deseos de perfección, a mis frustraciones por no dar la talla, a esas falsas imágenes de “cristiana” que presidian todos mis intentos de vida… y con esa  llamada a vivir confiada, desnuda, dejando brotar todo lo que yo era sin máscaras, fui recorriendo día a da el camino de Jesús, aprendiendo a estar de una forma nueva con él.

Me impresionaron sus tentaciones, la fuerza con la que querían instalar la duda en su más profundo ser: “si eres Hijo…”, después de que el Padre le hubiera confirmado esta identidad en el Bautismo y con ella su misión: “Tú eres mi hijo Amado, en ti me complazco”. Intuí que me estaban queriendo decir algo importante cuando volví a escuchar como el Padre revelaba esta identidad a los discípulos: “Este es mi hijo amado, escuchadle” y de nuevo aparecía la tentación en el momento más difícil y doloroso para él: “si eres hijo, baja de la cruz”.

Entonces vino a mí el texto de Isaías 53 a la luz de la pasión de Jesús: “No tenía apariencia, ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro por no verle. Despreciable, un Don Nadie”. El Padre, en mi Tabor, me seguía diciendo: “Este es mi hijo, mi amado, escuchadle” Me estaba queriendo revelar algo trascendente para mí. Yo me quede mirando a Jesús, sin apariencia despreciable…, tratando de reconocer en él al Amado de Dios y entonces, en el rostro de Jesús, fueron apareciendo uno a uno los rostros de mis hermanos: marginados, oprimidos, despreciados, “don nadies”, cercanos a mí, opresores, enfermos, amigos… y me seguía diciendo el Padre: “Este es mi hijo, mi amado, escuchadle” ¡Qué impresión! ¿Cómo reconocer al hijo en cada una de esas realidades? ¡Donde yo veía el rostro de Jesús, quería que viera el de cada uno de los seres humano, puesto que él estaba en ellos!

La experiencia se repitió más tarde a la luz de la Resurrección. Estaba, de nuevo desconsolada, intentando abrirme a la presencia viva de un Jesús al que había querido acompañar a lo largo de su vida y en su pasión.
Él me había mostrado como, en cada momento, su poción había sido el camino de abajo, el del amor que se acerca siempre desde la debilidad hasta el límite de dar la vida. Yo quería encontrarle vivo, resucitado y presente en medio de nosotros y fue entonces cuando me regalo la experiencia de saberle dentro de mí.
El amor, la opción por las personas le había vinculado hondamente a cada uno, hasta el punto de que él estaba vivo en mi más profundo centro y con Jesús, me sabia vinculada a todos los seres humanos, la comunión no era lago que teníamos que construir, sino lo más real: en mí y en cada ser humano habitaba el mismo Dios. ¡Estábamos todos unidos en lo más esencial de nuestro ser!

¡Qué responsabilidad! Fluía con suavidad la opción por las personas, el hacer de cada persona humana lo más importante de mi vida y la convicción de saberme totalmente comprometida en el proceso humanizador de nuestro mundo: el Reino del Padre.

En mí se unían esos dos mundos que tanto había luchado por vincular, el Resucitado, como dice Pablo, había roto el muro que los separaba, y el encuentro con él me había regalado una presencia que no me iba ya a abandonar nunca: la del Dios mismo dentro de mí y la de cada hermano y hermana que él trae consigo.

El amor es un don y el compromiso profundo con el ser humano es fruto de este amor que solo el mismo Dios, en su Espíritu, nos puede regalar. Y o lo he experimentado y dos testimonios y sé que mi testimonio es válido, mi querida hermana y amiga, aunque muchas veces mi vida no sea coherente con tanta gracia.

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