Mí querida amiga y hermana:
Si seré capaz de balbucir:
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Mi querida amiga y hermana
Me pides que comparta contigo mi
experiencia de Jesús resucitado.
No me
resulta sencillo, pero, por ser tú, he decidido sentarme un rato y tratar de
poner palabras lo que hay, desde hace tiempo, dentro de mí.
Tendrás
que tener un poco de paciencia ante mi torpeza para expresarme, y vas a tener,
también, que saber leer entre líneas lo que apenas si seré capaz de balbucir:
¿Cómo
tener dentro los mismos sentimientos de Cristo? Siempre he sido una persona con
una honda llamada al encuentro con Dios, a la oración. Paso a paso, año a año
he ido adentrándome en ese misterio, llevada por el Amor. Pero mis deseos mis
sentimientos, mis “amores” …, iban por otro sitio, era como si mi vida de fe,
mi encuentro con Jesús, no penetrara en mi humanidad y me sentía dividida. ¿Tal
vez no me había encontrado nunca de verdad con él? ¿Era todo fruto de mi deseo,
de mi necesidad de triunfo en todo aquello que emprendo? Oía a otras personas
compartir su experiencia de fe, como su amor nacía de lo más hondo, de la
realidad viva del Amor de Dios en ellas, como sus deseos se iban, poco a poco
conformando con los deseos de Jesús y el Evangelio se hacia su camino de vida
desde dentro, no a fuerza de puños solamente.
¡Yo
también experimentaba el amor de Dios y la llamada a amar como el ama! Pero
sentía, también, que mi profundidad no iba de la mano con mi realidad humana,
que había en mi una dicotomía insalvable y no estaba en mí (lo había intentado
muchas veces) la posibilidad de armonizar las dos realidades.
Lo que
te voy a contar ahora es un momento puntual, un mes de ejercicios, pero detrás
hay muchos momentos de búsqueda, muchas revelaciones de Jesús, muchos intentos
a pulso y también bastantes reconocimientos de mi impotencia que, por pura
gracia, se convertían en abandono confiado en las manos de Dios.
A lo
largo del mes de ejercicios yo había ido experimentando una llamada de Dios a
la desapropiación, a despojarme de todo: mis seguridades, mis imágenes, mis
miedos, mis momentos de lucha conmigo misma cuando no era capaz de estar con
él, de un encuentro tal y como yo creía que debía ser, mis… Tenía que dejarlo
todo, porque todo me ataba a mi misma, a mis deseos de perfección, a mis
frustraciones por no dar la talla, a esas falsas imágenes de “cristiana” que
presidian todos mis intentos de vida… y con esa
llamada a vivir confiada, desnuda, dejando brotar todo lo que yo era sin
máscaras, fui recorriendo día a da el camino de Jesús, aprendiendo a estar de
una forma nueva con él.
Me
impresionaron sus tentaciones, la fuerza con la que querían instalar la duda en
su más profundo ser: “si eres Hijo…”, después de que el Padre le hubiera
confirmado esta identidad en el Bautismo y con ella su misión: “Tú eres mi hijo
Amado, en ti me complazco”. Intuí que me estaban queriendo decir algo
importante cuando volví a escuchar como el Padre revelaba esta identidad a los
discípulos: “Este es mi hijo amado, escuchadle” y de nuevo aparecía la
tentación en el momento más difícil y doloroso para él: “si eres hijo, baja de
la cruz”.
Entonces
vino a mí el texto de Isaías 53 a la luz de la pasión de Jesús: “No tenía
apariencia, ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar.
Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro
por no verle. Despreciable, un Don Nadie”. El Padre, en mi Tabor, me seguía
diciendo: “Este es mi hijo, mi amado, escuchadle” Me estaba queriendo revelar
algo trascendente para mí. Yo me quede mirando a Jesús, sin apariencia
despreciable…, tratando de reconocer en él al Amado de Dios y entonces, en el
rostro de Jesús, fueron apareciendo uno a uno los rostros de mis hermanos:
marginados, oprimidos, despreciados, “don nadies”, cercanos a mí, opresores,
enfermos, amigos… y me seguía diciendo el Padre: “Este es mi hijo, mi amado,
escuchadle” ¡Qué impresión! ¿Cómo reconocer al hijo en cada una de esas realidades?
¡Donde yo veía el rostro de Jesús, quería que viera el de cada uno de los seres
humano, puesto que él estaba en ellos!
La
experiencia se repitió más tarde a la luz de la Resurrección. Estaba, de nuevo
desconsolada, intentando abrirme a la presencia viva de un Jesús al que había
querido acompañar a lo largo de su vida y en su pasión.
Él me
había mostrado como, en cada momento, su poción había sido el camino de abajo,
el del amor que se acerca siempre desde la debilidad hasta el límite de dar la
vida. Yo quería encontrarle vivo, resucitado y presente en medio de nosotros y
fue entonces cuando me regalo la experiencia de saberle dentro de mí.
El
amor, la opción por las personas le había vinculado hondamente a cada uno,
hasta el punto de que él estaba vivo en mi más profundo centro y con Jesús, me
sabia vinculada a todos los seres humanos, la comunión no era lago que teníamos
que construir, sino lo más real: en mí y en cada ser humano habitaba el mismo
Dios. ¡Estábamos todos unidos en lo más esencial de nuestro ser!
¡Qué
responsabilidad! Fluía con suavidad la opción por las personas, el hacer de
cada persona humana lo más importante de mi vida y la convicción de saberme
totalmente comprometida en el proceso humanizador de nuestro mundo: el Reino
del Padre.
En mí
se unían esos dos mundos que tanto había luchado por vincular, el Resucitado,
como dice Pablo, había roto el muro que los separaba, y el encuentro con él me
había regalado una presencia que no me iba ya a abandonar nunca: la del Dios
mismo dentro de mí y la de cada hermano y hermana que él trae consigo.
El
amor es un don y el compromiso profundo con el ser humano es fruto de este amor
que solo el mismo Dios, en su Espíritu, nos puede regalar. Y o lo he
experimentado y dos testimonios y sé que mi testimonio es válido, mi querida
hermana y amiga, aunque muchas veces mi vida no sea coherente con tanta gracia.