Ser tu esposa, Jesús, ser
carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme... Pero no
es así... Ciertamente, estos tres privilegios son la esencia de mi vocación:
carmelita, esposa y madre.
Sin embargo, siento en mi
interior otras vocaciones: siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de
apóstol, de doctor, de mártir. En una palabra, siento la necesidad, el deseo de
realizar por ti, Jesús, las más heroicas hazañas... Siento en mi alma el valor
de un cruzado, de un zuavo pontificio. Quisiera morir por la defensa de la
Iglesia en un campo de batalla...
Siento en mí la vocación de sacerdote.
¡Con qué amor, Jesús, te llevaría en mis manos cuando, al conjuro de mi voz,
bajaras del cielo...! ¡Con qué amor te entregaría a las almas...! Pero, ¡ay!,
aun deseando ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de san Francisco de
Asís y siento en mí la vocación de imitarle renunciado a la sublime dignidad
del sacerdocio.
¡Oh, Jesús, amor mío, mi
vida...!, ¿cómo hermanar estos contrastes? [3rº] ¿Cómo convertir en realidad
los deseos de mi pobrecita alma? Sí, a pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar
a las almas como los profetas y como los doctores.
Tengo vocación de apóstol...
Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar tu cruz gloriosa en
suelo infiel. Pero Amado mío, una sola misión no sería suficiente para mí.
Quisiera anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo, y
hasta en las islas más remotas... Quisiera se misionero no sólo durante algunos
años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguirlo siendo hasta la
consumación de los siglos...
... La respuesta estaba
clara, pero no colmaba mis deseos ni me daba la paz...
Al igual que Magdalena,
inclinándose sin cesar sobre la tumba vacía, acabó por encontrar [3vº] lo que
buscaba, así también yo, abajándome hasta las profundidades de mi nada, subí
tan alto que logré alcanzar mi intento...
Seguí leyendo, sin
desanimarme, y esta frase me reconfortó: «Ambicionad los carismas mejores. Y
aún os voy a mostrar un camino inigualable». Y el apóstol va explicando cómo
los mejores carismas nada son sin el amor... Y que la caridad es ese camino
inigualable que conduce a Dios con total seguridad.
Podía, por fin, descansar...
Al mirar el cuerpo místico de la Iglesia, yo no me había reconocido en ninguno
de los miembros descritos por san Pablo; o, mejor dicho, quería reconocerme en
todos ellos...
La caridad me dio la clave de
mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de
diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos
ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba
ardiendo de amor.
Comprendí que sólo el amor
podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegaba a apagarse,
los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a
derramar su sangre...
Comprendí que el amor
encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor
abarcaba todos los tiempos y lugares... En una palabra, ¡que el amor es
eterno...!
Entonces, al borde de mi
alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío..., al fin he encontrado mi
vocación! ¡Mi vocación es el amor...!
Sí, he encontrado mi puesto
en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío, eres tú quien me lo ha dado... En el
corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor... Así lo seré todo... ¡¡¡Así
mi sueño se verá hecho realidad...!!!
DEL MANUSCRITO B
8
de septiembre de 1896 (A mi querida
sor María del Sagrado Corazón.)