“Señor, enséñame a
acoger mi enfermedad,
«hermana enfermedad»
de toda mi persona.
Si la ignoro, me
ignoro.
Si la rechazo, me
rechazo.
Llegó a mi vida en un
momento de plenitud
y se colocó a la
puerta de mi paraíso
como el ángel de la
espada de fuego
que no permite el
retorno.
Sólo me queda el
camino.
Pasan a mi lado los
cuerpos de la publicidad,
deslumbrantes y
bellos,
envueltos en un halo
seductor,
matizados de colores,
brillantes de
cosmética.
Pasan los cuerpos
fuertes y sanos
para reprimir y para
matar,
seguros de su técnica
asesina,
atravesados de
astucia.
Pasan los cuerpos
activos
de los que amasan
fortunas,
de los que llegan
primero,
de los que trepan más
alto.
Pasan los cuerpos
de los que luchan por
la justicia,
por el pan, por el
mañana.
Y yo me sentí tentado
de roer en el rincón
el hueso de mi
desventura,
de dar vueltas a la
noria
como el caballo que
ahonda en la tierra
el cauce donde
siembra sus pasos de preso.
Y pedí ser curado:
«fama, futuro, eficacia y amor».
Pero pasó frente a mí
el cortejo seductor
de los triunfadores.
Se vació mi casa de
deseos agitados
como una muchedumbre
embravecida.
En mi silencio empecé
a oír
- no sé si era risa o
lamento -
el susurro de una
vida frágil y nueva, recién nacida.
En mi parálisis,
empecé a sentir
- no sé si era gozo o
dolor -
oleadas tibias que
recorrían mis huesos.
Algo fuerte nació,
rompiendo con sus
frágiles hojas
una tierra tan dura.
Algo simple, un signo
discreto
de claridad y
misterio”.
(Benjamín González
Buelta S.J. en “La Transparencia del Barro”).