sábado, 10 de enero de 2015

NUESTRA ORACION COMO ACOMPAÑANTES

HEMOS DE RETIRAR DE NOSOTROS ESA LOCA IDEA QUE SÓLO SON ACOMPAÑANTES LOS QUE SON DESIGNADOS COMO PROMOTOR- PROMOTORA VOCACIONAL...

Cuando acompañamos, a menudo hemos de ayudar a orar a los jóvenes que encontramos. Pero no se trata solamente de formar a los demás en la oración: en el trabajo de discernimiento que es el nuestro, estamos invitados a orar nosotros también.

         Lo sentimos como una necesidad profunda y como una exigencia que los mismos jóvenes saben recordarnos. Durante unos ejercicios, una chiquilla que venía a la entrevista me preguntó a quemarropa: "¿Rezas antes de nuestras conversaciones? Porque, ¿sabes? es importante lo que está pasando..."

         Tenía razón. No sé cómo se podría acompañar a alguien sin  entregarse uno mismo a la oración. Voy a tratar de decir cómo el "discernir y acompañar" me desafía a orar.

         Para el que encuentro como para mí, la experiencia del acompañamiento es, en primer lugar, la de una docilidad al Espíritu Santo.

         1. Antes que nada, me siento invitada a ponerme a la escucha, a "dejarme abrir el oído", como el Siervo de Isaías. Eso es lo que ya pido en la oración: la capacidad de acoger en la fe lo que me van a decir en la entrevista, de saber escuchar hasta el final, sin dejar lugar a mis reacciones inmediatas, de oír cómo el Señor habla, o de percibir cómo se manifiesta.  

         Esa es realmente una petición de luz y de fe en la acción del Espíritu que renuevo antes de una entrevista, y, a menudo, me apoyo en esta palabra de Cristo: "Con mayor razón dará mi Padre el Espíritu Santo a quienes se lo pidan".

         2. A la hora de recibir a alguien, todo eso se reduce a una oración fugaz, como un recordar que me ayuda a disponerme: acto de confianza en quien está presente en el encuentro como lo prometió: "Cuando dos o tres están reunidos en mi nombre, estoy en medio de ellos".

         No pocas veces, durante la conversación, cuando veo y oigo que "algo está pasando" en la vida de la persona, que un "paso" se está dando o esbozando, siento subir en mí una acción de gracias ante Dios que está obrando. A veces, es un sentimiento muy fuerte: el de ser el testigo de que Dios está actuando en alguien y ¡estoy maravillada! Y me vuelven estos versículos de San Juan en su Primera Carta: "Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que nuestras manos han tocado del Verbo de Vida...". 
         Pero hay también momentos más áridos: los silencios, los bloqueos, los momentos en que no veo nada y lanzo una imploración muda, o ¡una vigorosa interpelación! para que el Señor haga algo.

         3. Por fin, hay la oración del "después". A menudo me siento como "habitada" por esos jóvenes, por su vida, sus preguntas compartidas, sus miedos. Y es a veces como un fardo que deposito ante el Señor, sin buscar nada, sin pedir nada, en silencio simplemente, quizá por sentirme exhausta.

         Cuando tomo el tiempo de quedarme allí -que a veces apenas tengo el valor o el deseo- percibo que se establece una distancia, que los rostros retoman su lugar y que puedo comenzar a orar por cada uno, a entregarlos al Padre y a ponerme a mí también en sus manos. Entonces ha llegado para mí el momento de releer mi modo de ser y de proceder, un momento de acceso a una conversación en la que acepto que sea Dios el protagonista y que "sus pensamientos no sean mis pensamientos".

         4. Otra cosa que es importante: lo que los jóvenes dicen o viven se transforma en una interpela­ción en mi propia vida. Ellos me devuelven a la fuente, a un vínculo más personal con Jesucristo, a un compromiso por renovar siempre.

         A menudo también, suscitan en mí tal o cual palabra de la Escritura, un deseo de contemplar a Jesucristo, y es en esa escucha y acogida de la Palabra donde puedo a mi vez experimentar los sentimientos que habitan en mí.

         5. Por cierto, no soy "indiferente" a lo que viven, a sus elecciones, y, en la oración, estoy invitada a reconocerlo y aceptarlo, a pedir vehementemente entrar en la libertad que ayuda al otro a ser libre. Lo he comprobado muchas veces: las cosas se me hacen claras a mí también y de ahí siento que el Señor me hace entrar más profundamente en el corazón de mi vocación de religiosa, vocación que me llama a "dejar a Cristo crecer en mí" para ayudar a que crezca en cada persona, con paciencia, en la duración. "Dios es quien da el crecimiento".

         6. Hay todavía momentos en que la oración es una prueba: Dios parece callar; no veo nada, no sé nada, siento mi impotencia... Los Salmos son entonces una gran ayuda y la ocasión de "gritar" hacia el Señor. Tengo ganas de decirle a Dios -y ¡se lo digo!- que, después de todo, ¡la empresa es la suya! Y eso es precisamente lo que El, sin parar, me invita a redescubrir...

         7. Todo eso me trae constantemente de vuelta a la oración del mismo Jesús, a creer que no deja de rogarle al Padre; y, asimismo, a la oración de toda la Iglesia.

         Me siento renovada en mi fe en el Dios que no deja de llamar a vivir, en la diversidad de las situaciones y las personas, y a trabajar con El hoy.

         Intuyo claramente que mi débil deseo es asumido en el deseo de Cristo, en el deseo que el Espíritu siempre expresa. "Oren al dueño de la cosecha".

         8. No quisiera terminar sin agregar esto: es realmente en el seno de la Iglesia donde todo eso se vive y donde puedo reconocer lo que ya hizo el Señor. Esa memoria arraiga mi confianza en Aquél que es fiel. Hago más particularmente esa experiencia en mi comunidad, porque, si mi misión es personal y requiere una gran discreción, la comunidad es la que me envía y que conmigo entrega esa misión a Dios. Más aún que un apoyo -nada despreciable en algunos momentos...- ella es el signo permanente de que Dios llama a seguir a Jesucristo en la Iglesia y por la Iglesia.


            (Traducido por G.Jonquières, S.J., desde Notes et Pratiques ignatiennes, julio de l986)

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