HEMOS DE RETIRAR DE NOSOTROS ESA LOCA IDEA QUE SÓLO SON ACOMPAÑANTES LOS QUE SON DESIGNADOS COMO PROMOTOR- PROMOTORA VOCACIONAL...
Cuando
acompañamos, a menudo hemos de ayudar a orar a los jóvenes que encontramos.
Pero no se trata solamente de formar a los demás en la oración: en el trabajo
de discernimiento que es el nuestro, estamos invitados a orar nosotros también.
Lo sentimos como una necesidad profunda
y como una exigencia que los mismos jóvenes saben recordarnos. Durante unos
ejercicios, una chiquilla que venía a la entrevista me preguntó a quemarropa:
"¿Rezas antes de nuestras conversaciones? Porque, ¿sabes? es importante
lo que está pasando..."
Tenía razón. No sé cómo se podría
acompañar a alguien sin entregarse uno
mismo a la oración. Voy a tratar de decir cómo el "discernir y
acompañar" me desafía a orar.
Para el que encuentro como para mí, la
experiencia del acompañamiento es, en primer lugar, la de una docilidad al
Espíritu Santo.
1. Antes que nada, me siento invitada a
ponerme a la escucha, a "dejarme abrir el oído", como
el Siervo de Isaías. Eso es lo que ya pido en la oración: la capacidad de
acoger en la fe lo que me van a decir en la entrevista, de saber escuchar hasta
el final, sin dejar lugar a mis reacciones inmediatas, de oír cómo el Señor
habla, o de percibir cómo se manifiesta.
Esa es realmente una petición de luz y
de fe en la acción del Espíritu que renuevo antes de una entrevista, y, a
menudo, me apoyo en esta palabra de Cristo: "Con mayor razón dará mi Padre
el Espíritu Santo a quienes se lo pidan".
2. A la hora de recibir a alguien, todo
eso se reduce a una oración fugaz, como un recordar que me ayuda a
disponerme: acto de confianza en quien está presente en el encuentro como lo
prometió: "Cuando dos o tres están reunidos en mi nombre, estoy en medio
de ellos".
No pocas veces, durante la
conversación, cuando veo y oigo que "algo está pasando" en la vida de
la persona, que un "paso" se está dando o esbozando, siento subir en
mí una acción de gracias ante Dios que está obrando. A veces, es un
sentimiento muy fuerte: el de ser el testigo de que Dios está actuando en
alguien y ¡estoy maravillada! Y me vuelven estos versículos de San Juan en su
Primera Carta: "Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que nuestras
manos han tocado del Verbo de Vida...".
Pero hay también momentos más áridos:
los silencios, los bloqueos, los momentos en que no veo nada y lanzo una
imploración muda, o ¡una vigorosa interpelación! para que el Señor haga algo.
3. Por fin, hay la oración del
"después". A menudo me siento como "habitada" por esos
jóvenes, por su vida, sus preguntas compartidas, sus miedos. Y es a veces como
un fardo que deposito ante el Señor, sin buscar nada, sin pedir nada, en
silencio simplemente, quizá por sentirme exhausta.
Cuando tomo el tiempo de quedarme
allí -que a veces apenas tengo el valor o el deseo- percibo que se
establece una distancia, que los rostros retoman su lugar y que puedo
comenzar a orar por cada uno, a entregarlos al Padre y a ponerme a mí también
en sus manos. Entonces ha llegado para mí el momento de releer mi modo de
ser y de proceder, un momento de acceso a una conversación en
la que acepto que sea Dios el protagonista y que "sus pensamientos no sean
mis pensamientos".
4. Otra cosa que es importante: lo que
los jóvenes dicen o viven se transforma en una interpelación en mi propia vida.
Ellos me devuelven a la fuente, a un vínculo más personal con Jesucristo, a un
compromiso por renovar siempre.
A menudo también, suscitan en mí tal o
cual palabra de la Escritura, un deseo de contemplar a Jesucristo, y es en esa
escucha y acogida de la Palabra donde puedo a mi vez experimentar los sentimientos
que habitan en mí.
5. Por cierto, no soy "indiferente"
a lo que viven, a sus elecciones, y, en la oración, estoy invitada a
reconocerlo y aceptarlo, a pedir vehementemente entrar en la libertad que ayuda al otro a ser libre. Lo he comprobado muchas veces: las cosas se me
hacen claras a mí también y de ahí siento que el Señor me hace entrar más
profundamente en el corazón de mi vocación de religiosa, vocación que me llama
a "dejar a Cristo crecer en mí" para ayudar a que crezca en cada
persona, con paciencia, en la duración. "Dios es quien da el
crecimiento".
6. Hay todavía momentos en que la
oración es una prueba: Dios parece callar; no veo nada, no sé nada,
siento mi impotencia... Los Salmos son entonces una gran ayuda y la ocasión de
"gritar" hacia el Señor. Tengo ganas de decirle a Dios -y ¡se lo
digo!- que, después de todo, ¡la empresa es la suya! Y eso es
precisamente lo que El, sin parar, me invita a redescubrir...
7. Todo eso me trae constantemente de
vuelta a la oración del mismo Jesús, a creer que no deja de rogarle al
Padre; y, asimismo, a la oración de toda la Iglesia.
Me siento renovada en mi fe en el Dios
que no deja de llamar a vivir, en la diversidad de las situaciones y las
personas, y a trabajar con El hoy.
Intuyo claramente que mi débil deseo es
asumido en el deseo de Cristo, en el deseo que el Espíritu siempre expresa.
"Oren al dueño de la cosecha".
8. No quisiera terminar sin agregar
esto: es realmente en el seno de la Iglesia donde todo eso se vive y donde
puedo reconocer lo que ya hizo el Señor. Esa memoria arraiga mi confianza en
Aquél que es fiel. Hago más particularmente esa experiencia en mi comunidad,
porque, si mi misión es personal y requiere una gran discreción, la comunidad
es la que me envía y que conmigo entrega esa misión a Dios. Más aún que un
apoyo -nada despreciable en algunos momentos...- ella es el signo permanente
de que Dios llama a seguir a Jesucristo en la Iglesia y por la Iglesia.
(Traducido por G.Jonquières,
S.J., desde Notes et Pratiques ignatiennes, julio de l986)
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